No se sabe mucho en que año se construyo, se
presume que por 1900. Es difícil rastrear la historia de un lugar que pareciera
siempre estuvo ahí.
El dueño conocido más antiguo del terreno
ubicado en Colorado 64, frente a la que fuera la primera cancha del Club Boca
Juniors, habría sido la madre de Tito Lectoure, mítico manager de box y
propietario del Luna Park.
El lugar estaba ubicado frente a la flamante y
prospera Compañía Italo Argentina de Electricidad (CIAE) , que fuera construida en etapas por
inmigrantes italianos entre los años 1914 y 1926.
El despacho de bebidas y comedero era un lugar
de mala muerte, la higiene estaba ausente y los trabajadores del barrio tenían
un vaso de vino y un plato de guiso caliente y barato asegurados.
En 1954 el Polaco decidió dejar el lugar que
para entonces ya era viejo y con historia, y se lo vendió en cuotas y con
pagares a dos jóvenes Asturianos de 18 y 21 años, ellos eran Marcelino y
Francisco Castro.
Los hermanos Españoles que habían sido llamados
por una tía que ya vivía en Buenos Aires y tenían experiencia como mozos, se
hacían cargo del bodegón de lunes a lunes y dormían en el lugar, ya que su lema
era trabajar mucho y gastar poco, para poder levantar los pagares y prosperar.
El lugar siempre estaba lleno de trabajadores
del puerto, frigoríficos y de las fábricas lindantes, entre ellas la de Ford
que había estado sin funcionar desde 1941 a causa de la falta de insumos por la
guerra y reabierta en 1957 hasta su posterior traslado a Pacheco en 1963. Los lavoratori se reunían para el almuerzo y por
las noches para beber y jugar a las cartas por dinero.
El lugar era exclusivamente para hombres, las
mujeres y los niños solo podían pasar por la puerta de Agustín Caffarena 64 (último
y actual nombre instituido en 1940 en honor al creador de la 12, mítica
hinchada de Boca, luego que la legislatura rechazara el nombre anteriormente impuesto
por los vecinos)
Con los primeros albores de la democracia y
aquel vientito de libertad soplando por las calles de Bs. As., al Obrero
comenzaron a ir los jóvenes militantes que soñaban con ser gobierno en 1983, provenientes
de los flamantes locales políticos que se abrían en el barrio. La esposa de
Marcelino y madre de sus 3 hijos comenzó a ayudar en la cocina y de apoco el
local fue concurrido por familias. Los días de peleas y apuestas habían llegado
a su fin.
A medida que los hijos de ambos iban creciendo,
se sumaban al staff, primero como lavacopas, si era necesario subidos a un
cajón de gaseosa, luego ayudantes de cocina y finalmente mozos.
Entrados los años 90 el país se fue poblando de
turistas ilustres y por algún motivo todos ellos iban a comer al Obrero. Las
paredes del lugar ya estaban pobladas de banderines de futbol, fotos con
artistas nacionales, políticos y deportistas, que los dueños solían cambiar por
una cena gratis en agradecimiento por posar con el personal.
Paradójicamente las fabricas iban cerrando, el
puerto dejaba su activad poco a poco y el bodegón cada vez se hacia mas popular
entre los turistas y nativos cholulos que querían cenar en la mesa donde había
estado Bono o posar junto a la foto del rey Juan Carlos de España.
En el año 2005 Marcelino dejo su lugar a Juan
Carlos su hijo, quien se encargo del bodegón con la compañía de su familia y de
Jorge Melgarejo, el fiel empleado que comenzó a trabajar con 18 años en 1962, año
en que naciera Juan Carlos.
Para ese entonces diarios como el New York
Times y The Guardian recomendaban no dejar de pasar por el lugar si se venia a
Buenos Aires, y publicaba la foto del personal junto A Tim Robins y su entonces
esposa Susan Sarandon. En la
Actualidad no hay portal gastronómico que no recomiende este
lugar, incluso las guías extranjeras.
Los hermanos Castro ya no viven, pero el lugar
sigue intacto.
El sótano esta apuntalado con vigas y el piso
hundido, las paredes hacen décadas que no se pintan, el mobiliario de la barra
tiene casi 100 años y parte de la vajilla, mesas y sillas es la misma desde
hace 60 años. Juan Carlos y su primo Pablo, tratan de no modificar nada, y
aunque cueste creerlo, eso lleva más trabajo que cambiarlo todo.
Pablo atiende con su característica casaca
Bordeaux y su blanca servilleta al hombro, te deja la carta sobre la mesa
aunque tranquilamente podes leer el menú escrito con tiza blanca en uno de los
inmensos pizarrones amurados a la pared. Cuando vuelve por el pedido podría
decirte que ya te leyó lamente y sabe exactamente que tense ganas de comer.
Mientras traen la comida una tele sin voz
con un cartel que dice “por decreto SADAIC no tenemos permitido volumen
en la tv” muestra imágenes con lluvia, pero eso no importa ya que es
inmensamente mas interesante ver los banderines y las fotos que revisten las
paredes y adivinar quien es ese personaje
que aparece cuando era joven .
Cuando llega la comida siempre es más y mejor de
lo que uno se imagino. Para cuando se termina el ultimo bocado se siente que
esta en casa. Entonces vuelve Pablo a retirar los platos y te cuenta sobre el
lugar y su familia, y sus mellizos de 8 años. Te ofrece el postre, y a pesar de
la abundancia del plato anterior no se puede decir que no. Otra vez te lee la
mente y muy canchero te dice, deja que te traigo un Pave de vainillas que hizo
mi vieja que esta ahí atrás…
Entonces todo cierra, entendés porque ese lugar
rustico y escondido perdura a través de los años, porque cuando te vas y “oles
a morfi” te dan ganas de volver al otro día. Te das cuenta que ese lugar es un
autentico pedazo de Buenos Aires, ahora lo sabes, y quien te dice que no fue ahí, en ese pedazo de tierra que hoy
ocupa El Obrero, donde Don Pedro de Mendoza clavo su espada, se sentó en una
piedra, prendió un fueguito y se calentó el guiso.