La historia que voy a contarles, probablemente
sea la mas verídica y difícil de comprobar, pero créanme, esa noche yo estaba
ahí…
Lo sucedido ocurre el 27 de diciembre de 2008,
apenas hacia un año se había abierto el pintoresco bar de Av. Garmendia, justo
frente al cementerio, bordeando la
Isla de Paternal. El lugar, de paredes coloridas y pisos
hechos con retazos de mármol, gentileza de los locales del barrio, tenía como
fin ser un espacio para artistas y músicos. Ese sábado el dueño había decidido
convocar a sus amigos y allegados, con la intención de despedir el año.
Entre los empleados se rumoreaba que en el
lugar había una presencia que interactuaba con ellos, algunas veces los vasos
salían despedidos del estante, otras los utensilios de cocina desaparecían
misteriosamente, para luego aparecer en el mismo lugar donde se los busco, los
mas sensibles sentía como “Gerard” (así lo bautizaron) tocaba sus espaldas y
brazos estremeciendo del susto al incauto. Los habitúe del lugar bromeaban con
la leyenda del fantasma, que con el tiempo paso a ser parte del folklore del
lugar.
La reunión había empezado aproximadamente a las
21 hs., de apoco iba llegando la gente, algunos con instrumento en mano. El
local estaba pelado de mesas, contra una pared las tarimas que componían el
escenario listo para ser estrenado, las sillas bordeaban el lugar y sobre su gran
barra los bocados y bebidas típicos de este tipo de eventos.
Por los dos ventanales del frente abiertos en
su totalidad al igual que las puertas, se escapaba el sonido de las notas
variadas provenientes del piano, las guitarras, el chelo o el charango y el cajón
peruano que acompañaban la voz del cantante de turno.
Era una noche calurosa, las bebidas frías se
podían tomar en la vereda que invitaba con su fresca brisa a disfrutar el show
desde afuera, sentados en el largo banco de plaza acomodado cerquita del
cordón, bajo las verdes hojas de los ficus que enmarcaban el frente azul del
bar, iluminado con apenas una blanca lamparita de 100 watts .
A medida que pasaban las horas, la circulación
de vehículos y de gente por Garmendia iba desapareciendo, y en la primera hora
del nuevo día, se podría decir que se había convertido en una calle desierta.
Ya habían tocado folklore, blues, tango, rock y
era la hora de que Danilo acompañado de su guitarra, tocara temas de bossa en portugués.
En el interior se encontraban una docena de personas, en la vereda apenas
éramos 7.
Tal vez lo cabalístico del número, las risas
desmesuradas o la música que invitaba a bailar, provoco lo que estaba por
suceder. De repente y sin que nadie lo hubiera imaginado, del largo muro de
ladrillos mal revocados que encierran a la ciudad de los muertos, pareció salir
aquel hombre con firme paso, cruzando la avenida en diagonal, para pararse
justo frente a la puerta del local. Daba la sensación que la música lo había
llamado, y sin mediar palabra ingreso y tomo asiento para escuchar la pieza que
el músico tocaba. Desde el banco, como espectadores privilegiados de lo
inusitado, no dábamos crédito a lo que nuestros ojos retrataban, no habían
pasado autos ni colectivos, nadie caminaba por la calle, el tren ya no
funcionaba. Pero ahí estaba, salido desde la nada misma, aquel hombre bajo tal
vez de unos 60 años, con ropas oscuras, sentado disfrutando la música sin
invitación y con todas nuestras las miradas posadas en el.
La canción termino y Danilo dejo el escenario,
el hombre se puso de pie, se le acerco y le dijo con vos pausada; “Cruce porque
escuche la música y me gusto, si me dejan cuando toquen de nuevo vuelvo”,
agradecido por el cumplido el músico asintió y lo invito a volver cuando
quiera, el hombrecito dio media vuelta, salio del local y camino hacia la
esquina de Osorio donde desapareció.
Tardamos unos segundos en salir de nuestro
asombro y arrimarnos a la puerta del local para comentar lo sucedido, pero para
los que estaban dentro del lugar, solo era un curioso que pasaba y entró, para
otros, nuestro relato no era mas que una broma del día de los inocentes.
Entre risas nerviosas, euforia y excitación, se
apagaron los equipos de sonido, se bajaron las persianas, se entro el banco y
se dio por terminado el festejo.
Pasadas las fiestas y el verano, en el lugar se
siguió haciendo música los sábados por la noche, pero parece que nadie volvió a
ver a aquel extraño visitante.
Hoy aquel bar no es más que un local gris y
silencioso, que desde hace meses esta puesto en alquiler. Diariamente paso por
la puerta y como muestra de respeto susurro un “hola Gerard”, cruzo de vereda
para tomar el colectivo, y si es de noche evito escuchar música mientras espero
el 47 en la parada de Garmendia, no sea cosa que aquel hombre aparezca y me
invite a bailar…