Cuando alguien se muda a un nuevo barrio cree
saber todo sobre el y poco se preocupa por averiguar su pasado, esta desinformación generalizada conlleva a perder o esconder lo más lindo que
tienen los barrios, su espíritu, ese que radica en su historia.
Este es el caso de Palermo, el viejo, el único
y original Palermo, el que acunó a mis padres y los de mis amigos, a mis
hermanos y sus compañeros, a mí y a mis recuerdos. Cuando paseo por sus calles no puedo evitar que
me inunde una profunda tristeza por pensar en los turistas y porteños ajenos al barrio que recorren sus calles, desde hace años de moda, sin ni siquiera saber ni querer
conocer los cuentos que esconden sus empedrados, como si hubiese surgido el
barrio en el mismo momento que lo encontraron en el mapa.
Nací en el pasaje Coronel Cabrer 4934, el mismo pasaje que todos conocen aunque
pocos recuerdan su nombre, el que se encuentra entre Cabrera y Gorriti y entre
Gurruchaga y Serrano el primero de cuatro o quizás el ultimo.
Solo los que alguna vez vivieron en un pasaje
saben de la magia de estos, son pequeñas comunidades donde los vecinos son más
que vecinos porque el espacio entre vereda y vereda es menor, es el club de los
chicos del barrio porque los autos casi nunca pasan, es la cuadra donde todos
se conocen y saben todo, por donde los de las otras cuadras no pasan salvo que
sea necesario o estén invitados….
Yo vivía en una casa con zaguán y un patio
largo de 30 metros,
las puertas de calle solo se cerraba a la hora de dormir y compartíamos la casa
con mis abuelas, los tíos que venia de visita y algún ocasional inquilino de la
piecita del fondo. Muchas historias
rondaban en torno de la casa porque era vieja y albergo a cantidad de
habitantes en el pasado, se decían que tenía un fantasma, la verdad es que si
estaba nunca me entere de su presencia. La casa te recibía con un enorme
duraznero que se callo tras una tormenta la noche en que la abuela Luisa murió.
Una Parra en el patio abastecía a los vecinos de las cuadra de uvas chinche y a
los Armenios de la calle Acevedo de hojas de parra, en la medianera del fondo
los nísperos del vecino se podían agarrar desde mi patio. Siempre había ruido
de chicos jugando, no importa de donde salían, como dije antes las puertas
siempre estaban abiertas.
En el pasaje hay unas 15 casas, muchas de ellas
- la gran mayoría- perdió su fisonomía original, de hecho en lugar de mi casa
natal se encuentra un PH con primer piso muy moderno pero que nada tiene de
encantador.
En la esquina de Gurruchaga dos vecinos
inolvidables, en una vereda la imprenta del Tuerto, así la conocíamos, en ese
lugar editaban los periódicos de la comunidad Armenia, era habitual ver entrar
o salir a alguno de los Titanes en el Ring que pertenecían a esa comunidad. En
la vereda de enfrente la casa de los Jato, una familia de Españoles
escandalosos y pintorescos, Don Jato era lechero y todas las tardes teñía de
blanco el agua de los cordones cuando manguereaba el camión y los cajones
usados en el reparto, mientras tanto su mujer Berta “la gallega” ponía en orden su
casa a grito puro, el mas característico era “José Luiiiii” usado para llamar
la atención de su hijo menor y revoltoso, era entonces cuando todo el pasaje
sabia que algo había hecho.
Al lado de estos se encontraba la casa de
Honoria y Don Valetín, este era sastre y
tenia su taller en la terraza, también allí vivían sus hijos, sus nietos y sus canarios cantores.
Pegadito – y esto daría para un capitulo aparte
– el “portón” del Sr. Conte, y justamente eso es lo que era, un enorme portón
de color verde que daba a los jardines de la casa del Escribano que tenia su entrada principal por la calle
Gorriti. El Sr. en cuestión tenia como hobby pasar tiempo en el campo y amaba
tanto la naturaleza que para no añorar la vida al aire libre, se traía distintas
especies de flora y fauna que criaba en la parte trasera de su caserón, pocas
veces vimos el portón abierto y aunque ya sabíamos todos que escondía, cada vez
que se lo escuchaba correrlo salíamos de todos lados para ver el espectáculo de
aquella maravillosa selva en miniatura. Claro está que si en tu patio trasero tenes teros, sapos, ranas, serpientes, conejos, caranchos, tortugas, mulitas,
monos y demás cuestiones, alguno se te va a escapar y refugiar en la casa de
algún vecino que a pesar de imaginarse la procedencia del animal se paralizaba
ante un ataque de pánico.A pesar de su excentricidad, todos en el barrio lo querían y respetaban, increíblemente la mayor preocupación del Sr. Conte, era
cuando se le escapaban los perros…
También en esa vereda se encontraba “la casa de
Tucumán” nombre impuesto por los chicos ya que la arquitectura y la edad de la
construcción eran similares a la original convirtiendo a esta en su homónima.
Si bien sus propietarios eran Doña María y su marido el florista, funcionaba
como un conventillo de antaño donde cada habitación era una familia. En los
años 90 fue vendida a un arquitecto de apellido Miguens que la reformo por
completo y de la vieja construcción no quedo ni el nombre.
Aquella casa lindaba con la de Doña Manuela y
su esposo, los dos que eran de distintas etnias – ella de tez blanca y el
oscura – tenían hijas mestizas y eran
una de las pocas familias sino la única de Palermo con estas características.
Frente a ellos Vivian Doña Tota y su hijo
Picho, su casa perfumaba el pasaje con olor
a jazmín del país que colgaba por la medianera emborrachando a los
transeúntes. Picho tenia síndrome de down, pero eso no le impedía tener una
vida normal, todas las mañanas iba a su trabajo en una fábrica de cepillos y
escobillones y por la tarde se sentaba en la vereda a tomar mate y charlar con
los vecinos. En la puerta de su casa había una alta columna de alumbrado de
metal, muy mal ubicada por cierto pero que con gusto los chicos martillaban
cuando daban las 12 del 31 provocando un sonido que emulaba a las campanas. Esa
columna ya no esta, pero el jazmín sigue intacto colgando en la fachada que ya
no es la misma.
Creo haber mencionado varias veces el “no esta”
y el “cambio” y es así, no solo quedan apenas un par de vecinos originales sino
que las casas mutaron por completo. La sucia carbonería de la esquina hoy es
una muy cool tienda de discos, la casa de los Jato un "bar de tapas" y las puertas que
siempre se encontraban sin llave lucen gruesas rejas protectoras. Ya nadie saca
la silla a la vereda ni la mesa completa para celebrar algo con los vecinos, la
vecinas no se sonrojaran cuando Arnaldo Andre les tire besos mientras filme una novela, ya no
vendrá un joven Nicolás Repeto como notero de “la noticia rebelde” a meterse en
las casas, no hay más fiestas de
disfraces en la noche de año nuevo donde los adolescentes ebrios devolvían en
la esquina de la gallega porque querían ser respetuosos con el dueño de casa y
no ensuciarles el baño... Nadie pedirá la canilla prestada para llenar bombitas
y hacer amigos de por vida…
Don Giusepe y Sofia, los Lema, Gloria, Angel,
Doña Manuela, Tota y Picho, Los Farfani y los Muggeri, los Mastrivicenso, los
Jato y los Zeta, son parte de la
historia de Palermo, el viejo, el que comenzó a desaparecer en los 90 para
convertirse en moda y desfigurar su rostro.
Me fui del pasaje justo cuando el barrio comenzaba a desvanecerse como una vieja foto en blanco y negro, pero aquel retrato vive intacto en mi
memoria y hoy se los dibujo sentada en mi sillón de madera y junco que atesoro porque hace años y antes de morir me lo regalo mi vecina del pasaje Doña Pascuala.