29 mar 2012

Guapo del Maldonado


Parece que a fines de los años ´20, el guapo mas temido en Villa Crespo era un tal Ferreira. De contextura física robusta, traje, chambergo, pañuelo y facón le hacia de guardaespaldas a uno de los caudillos del barrio. Dicen que el hombre se tomaba tan enserio su papel, que mientras recorría los comités y los bares cercanos a San Bernardo, amedrentaba a quien se le cruzara en el camino. Poco a poco su fama de matón fue creciendo y se rumoreaba que nadie podía con el.
En ese entonces los “duelos criollos”  a la vera del Maldonado – y elegían este lugar por ser descampado – eran frecuentes, los motivos casi no importaban - deudas de juego, viejos resentimientos, alguna palabra mal interpretada, desacuerdos políticos o alguna mujer en disputa - lo importante era afianzar el coraje varonil.
Demás esta decir que el duelo a muerte era penado con la cárcel o el destierro social, en caso que la policía no llegara a tiempo para arrestar al vencedor, por lo que los duelos eran a “primera sangre”  y en lo posible  dejando cicatrices en un lugar vistoso como ser el rostro, cosa que el derrotado no olvidara nunca al vencedor.
A Ferreira por su fama no muchos se le animaban, los que no eran sus sequitos simplemente miraban para otro lado al verlo pasar no sea cosa que los retara a duelo. Un buen día, el carnicero del barrio se cruzo en su camino y por algún motivo que no queda claro Ferreira lo reto, al susodicho no le quedo más remedio que aceptar. Así fue como se encaminaron a un descampado y seguidos por sus acompañantes y público casual, sacaron sus cuchillos para disponerse a pelear. El Guapo empuñaba su facón de plata y el humilde contrincante el cuchillo que usaba diariamente en la carnicería para faenar reces, Ferreira nunca evalúo la destreza en el manejo  de la herramienta de trabajo, que en un abrir y cerrar de ojos cerceno su mano por completo de una sola cuchillada. Así fue como el hábil carnicero al ver volar la mano derecha de Ferreira aferrada al puño del cuchillo, se dio media vuelta y se perdió en la inmensidad de la noche bordeando el arroyo de regreso a la carnicería. Y ahí quedo el malevo, abatido y en busca de su miembro en los pastizales, pronto los absortos espectadores alumbrando con fósforos el suelo,  lo ayudarían a buscar por el puro morbo de hallar tan escabroso trofeo.
Pero la fama ya estaba echada y a pesar de que los vecinos cambiaran su apodo de “guapo” a “manco” Ferreira seguía intimidando con la frente alta y su muñón en el bolsillo. Claro está que su arma ya no era un facón, esto debido a que junto con su derecha se fue la destreza para el manejo del mismo, por lo que el arma tubo que ser reemplazada por un revolver que guardaba del lado izquierdo del saco y cada tanto sacaba por el solo hecho de asustar.
Un buen día,  se encontraba tomando una ginebra en un almacén esquinera en Thames y Triunvirato, cuando ve entrar a un parroquiano que no le gustaba que anduviese  por el barrio,  así que con determinación exhibió su revolver como era de costumbre y con vos firme le ordeno que no volviera mas por Villa Crespo, el hombre amenazado lejos de de acatar la orden del manco, saco su revolver y sin mediar palabra, a manera de respuesta disparo dos tiros y se marcho.
Dicen los que saben que en ese preciso momento nació una leyenda, y que al afamado guardaespaldas ya no le dirían  ni “guapo” ni “manco”, desde ese momento seria llamado “el difunto Ferreira”.

Tango "El Titere" Piazzola/Borges



19 mar 2012

Jesucristo atiende en Palermo


Comenzaban los años 80 y el barrio de Palermo aún se enorgullecía de ser viejo. Los chicos estrenaban la plaza “Campaña del Desierto”,  en la calle Gurruchaga y Soler estaba la feria, en Nicaragua y Malabia la regalaría de Gioconda y en Costa Rica y Acevedo justo alado de la casa del barra de River “El Negro Víctor” el barcito con la mesa de pool que en sus buchacas tenía enormes cabezas de leones y una rockola donde los Pimpinela sonaban como novedad. Aquellos dos hermanos de padres españoles - ella rubia y el de barba - abrían un pequeño local en  Av.  Canning  justo en la esquina con Nicaragua… no, no me confundí, hablo de los hermanos Iglesias López.
Ella se llamaba María Rosa y su verdadera vocación era la de ser poetisa, el, mas joven se llamaba Daniel y en su juventud fue jugador del Deportivo Español.
Buen tipo si los hay tenía el don de caerle bien a todos. Nunca fue un fachero, sin embargo poseía un particular carisma que lo convertía en seductor con las mujeres y macanudo con los esposos, por lo que en poco tiempo “Thesis” se hizo popular. Tan macanudo resultaba, que los clientes no discriminaban cuando el local estaba cerrado o abierto y no faltaba un domingo a la noche donde algún inoportuno tocaba el timbre de su casa que quedaba justo enfrente, para pedirle que le venda un mapa. A pesar de los epítetos que cruzaban por su cabeza en ese momento, nunca verbalizo ninguno, pero al cabo de unos años decidió mudarse con domicilio desconocido.
La librería seguía creciendo y llegó el día en que las instalaciones le quedaban chicas,  felizmente consiguió un local mas grande justo en diagonal sobre la avenida.
La nueva Librería Thesis – mismo nombre, mayor tamaño-  vestía en su frente dos enormes vidrieras con letreros de neón y leyendas pintadas en rojo y blanco, los colores elegidos no eran casuales -Daniel es en extremo hincha de River-  su fanatismo futbolero era conocido por sus clientes  los “bosteros”  que le apostaban cualquier cosa que fuera, le dejaban carteles con bromas en caso que perdiera y hasta le arrojaban maíz en la entrada del local. Los días que mas sufría era cuando jugaban River contra Deportivo Español.
El futbol no era lo único que le apasionaba, también entre sus hobbies se encontraba la cocina, considerando que pasaba en el local la mayor parte de su vida (mas de una vez durmió en él cuando una empleada rompió la cortina metálica o un auto se estrello contra la vidriera) se lo veía cada tanto cocinar en un pequeño anafe que se encontraba en el deposito dos de sus mejores platos: “pastas con salsa a los 4 quesos” y “arroz con calamares”, este ultimo para Semana Santa donde invitaba a sus familiares,  proveedores, empleadas y clientes a degustar. Era normal que los mozos de “la Robla” le pagaran con “rabas a la provenzal” o de la pizzería de la esquina le mandaran “Faina con pimienta”.
También en aquel deposito se encontraba una vieja duplicadora  que funcionaba con tinta en pasta, Daniel era el único operador de esta maquina, sin duda era un trabajo muy sucio que ennegrecía sus manos totalmente, lo que él convertía en un entretenimiento persiguiendo a clientas vestidas de punta en blanco al guito de “Primor vení que te doy una abrazo” o “rascame la espalda que no puedo y me pica”…
Su paciencia era envidiable, incluso con los proveedores y los clientes molestos, entre los personajes que frecuentaban la librería, se encontraba Abelino, un anciano reparador de maquinas de escribir que vestía de traje y corbata, usaba unos gruesos anteojos y se peinaba de costado para tapar su calvicie inminente, cuando caminaba dejaba una particular estela de olores indescifrables y apestosos, seguramente provenientes de su ropa la cual no había sido lavada en años y menos  remplazada. También los sábados por la mañana y antes de que abriera el local, en la puerta ya estaba esperando con una enorme pila de papeles en la maño el Lic. Vicente Capurro Rubinetti,  un delirante cuarentón que escribía “informes” en su maquina de escribir,  numerados y surrealistas sobre noticias irrelevantes de la semana que luego de fotocopiarlos se los daba a los incautos que pasaban por la puerta.
Cada tanto se veía a la Señora paqueta queriendo falsificar entradas del teatro Colon para posteriormente revenderlas, o a el esbelto dueño de “Nave Jungla” vestido con su mameluco color rosa, a los exóticos artistas under Dalila de los cometas bass  y Eduardo Cutuli, a Ana Maria Giunta o los heavy  músicos de Rata Blanca…. También entre los clientes se encontraban los curas y los jóvenes de la parroquia San Francisco Javier de Serrano y Nicaragua, que todos los años para viernes Santo y como tradición, realizaban un vía crucis viviente por las calles del barrio, el mismo culminaba con la crucifixión de un Jesús de carne y hueso en la esquina de Nicaragua y Acevedo donde se encontraba una loma de tierra perteneciente a la plaza. Los chicos de la parroquia solían comenzar con los preparativos varios meses antes, se trabajaba en la confección de los trajes, el armado del guión y la elección de los actores, todo el barrio participaba ya que el realismo era fundamental, por tal motivo Jesucristo no podía llevar barba postiza ni peluca.
Y así fue como a alguien se le ocurrió, que mejor Jesús que un gallego con cara de judío, barba real y tan buena onda que no podría negarse. No fue fácil convencerlo, pero finalmente acepto, seguramente porque nadie le aviso que la corona de espinas era de tal, que arrastraría  por varias cuadras un madero muy pesado y que seria atado a una cruz de mas de 2 metros de alto y embadurnado con tempera color rojo comprada en su propia librería.
Pero ahí fue el valiente Daniel, recorrió Palermo en sandalias, vestido con tunica blanca y una banda roja que la cruzaba, a la vista de amigos y clientes sorprendidos y padeciendo las bromas que le hacían los jóvenes soldados romanos, arrodillándolo sobre las cloacas malolientes y susurrándoles cantitos de cancha al oído, que no podía responder porque el personaje se lo impedía.. Era el fin de los 80, al siguiente año no quiso repetir la experiencia.

En la actualidad y después de más de 30 años  de llegar al barrio que ya no es el mismo - incluso en el nombre de la calle que cambio con el tiempo-  Daniel sigue al frente de su librería, por ella pasaron sus padres, sobrinos, sus hijos y los de sus empleados y seguramente la recorrerán sus nietos.
El es el espíritu del lugar. Un laburador incansable que no perdió su buen humor ni siquiera en las peores crisis (del país y de River).  Daniel Iglesias López  es un personaje entrañable  que aunque no veo desde hace años agradezco conocer.

4 mar 2012

Pasaje en el tiempo


Cuando alguien se muda a un nuevo barrio cree saber todo sobre el y poco se preocupa por averiguar su pasado, esta desinformación generalizada conlleva a perder o esconder lo más lindo que tienen los barrios, su espíritu, ese que radica en su historia.
Este es el caso de Palermo, el viejo, el único y original Palermo, el que acunó a mis padres y los de mis amigos, a mis hermanos y sus compañeros, a mí y a mis recuerdos. Cuando paseo por sus calles no puedo evitar que me inunde una profunda tristeza por pensar en los turistas y porteños ajenos al barrio que recorren sus calles, desde hace años de moda, sin ni siquiera saber ni querer conocer los cuentos que esconden sus empedrados, como si hubiese surgido el barrio en el mismo momento que lo encontraron en el mapa.
Nací en el pasaje Coronel Cabrer 4934,  el mismo pasaje que todos conocen aunque pocos recuerdan su nombre, el que se encuentra entre Cabrera y Gorriti y entre Gurruchaga y Serrano el primero de cuatro o quizás el ultimo.
Solo los que alguna vez vivieron en un pasaje saben de la magia de estos, son pequeñas comunidades donde los vecinos son más que vecinos porque el espacio entre vereda y vereda es menor, es el club de los chicos del barrio porque los autos casi nunca pasan, es la cuadra donde todos se conocen y saben todo, por donde los de las otras cuadras no pasan salvo que sea necesario o estén invitados….
Yo vivía en una casa con zaguán y un patio largo de 30 metros, las puertas de calle solo se cerraba a la hora de dormir y compartíamos la casa con mis abuelas, los tíos que venia de visita y algún ocasional inquilino de la piecita del fondo.  Muchas historias rondaban en torno de la casa porque era vieja y albergo a cantidad de habitantes en el pasado, se decían que tenía un fantasma, la verdad es que si estaba nunca me entere de su presencia. La casa te recibía con un enorme duraznero que se callo tras una tormenta la noche en que la abuela Luisa murió. Una Parra en el patio abastecía a los vecinos de las cuadra de uvas chinche y a los Armenios de la calle Acevedo de hojas de parra, en la medianera del fondo los nísperos del vecino se podían agarrar desde mi patio. Siempre había ruido de chicos jugando, no importa de donde salían, como dije antes las puertas siempre estaban abiertas.
En el pasaje hay unas 15 casas, muchas de ellas - la gran mayoría- perdió su fisonomía original, de hecho en lugar de mi casa natal se encuentra un PH con primer piso muy moderno pero que nada tiene de encantador.
En la esquina de Gurruchaga dos vecinos inolvidables, en una vereda la imprenta del Tuerto, así la conocíamos, en ese lugar editaban los periódicos de la comunidad Armenia, era habitual ver entrar o salir a alguno de los Titanes en el Ring que pertenecían a esa comunidad. En la vereda de enfrente la casa de los Jato, una familia de Españoles escandalosos y pintorescos, Don Jato era lechero y todas las tardes teñía de blanco el agua de los cordones  cuando manguereaba el camión y los cajones usados en el reparto, mientras tanto su mujer Berta “la gallega” ponía en orden su casa a grito puro, el mas característico era “José Luiiiii” usado para llamar la atención de su hijo menor y revoltoso, era entonces cuando todo el pasaje sabia que algo había hecho.
Al lado de estos se encontraba la casa de Honoria y Don Valetín, este  era sastre y tenia su taller en la terraza, también allí vivían sus hijos,  sus nietos y sus canarios cantores.
Pegadito – y esto daría para un capitulo aparte – el “portón” del Sr. Conte, y justamente eso es lo que era, un enorme portón de color verde que daba a los jardines de la casa del Escribano  que tenia su entrada principal por la calle Gorriti. El Sr. en cuestión tenia como hobby pasar tiempo en el campo y amaba tanto la naturaleza que para no añorar la vida al aire libre, se traía distintas especies de flora y fauna que criaba en la parte trasera de su caserón, pocas veces vimos el portón abierto y aunque ya sabíamos todos que escondía, cada vez que se lo escuchaba correrlo salíamos de todos lados para ver el espectáculo de aquella maravillosa selva en miniatura. Claro está que si en tu patio trasero tenes teros, sapos, ranas, serpientes, conejos, caranchos, tortugas, mulitas, monos y demás cuestiones, alguno se te va a escapar y refugiar en la casa de algún vecino que a pesar de imaginarse la procedencia del animal se paralizaba ante un ataque de pánico.A pesar de su excentricidad, todos en el barrio lo querían y respetaban, increíblemente la mayor preocupación del Sr. Conte, era cuando se le escapaban los perros…
También en esa vereda se encontraba “la casa de Tucumán” nombre impuesto por los chicos ya que la arquitectura y la edad de la construcción eran similares a la original convirtiendo a esta en su homónima. Si bien sus propietarios eran Doña María y su marido el florista, funcionaba como un conventillo de antaño donde cada habitación era una familia. En los años 90 fue vendida a un arquitecto de apellido Miguens que la reformo por completo y de la vieja construcción no quedo ni el nombre.
Aquella casa lindaba con la de Doña Manuela y su esposo, los dos que eran de distintas etnias – ella de tez blanca y el oscura – tenían hijas mestizas  y eran una de las pocas familias sino la única de Palermo con estas características.
Frente a ellos Vivian Doña Tota y su hijo Picho, su casa perfumaba  el pasaje con olor  a jazmín del país que colgaba por la medianera emborrachando a los transeúntes. Picho tenia síndrome de down, pero eso no le impedía tener una vida normal, todas las mañanas iba a su trabajo en una fábrica de cepillos y escobillones y por la tarde se sentaba en la vereda a tomar mate y charlar con los vecinos. En la puerta de su casa había una alta columna de alumbrado de metal, muy mal ubicada por cierto pero que con gusto los chicos martillaban cuando daban las 12 del 31 provocando un sonido que emulaba a las campanas. Esa columna ya no esta, pero el jazmín sigue intacto colgando en la fachada que ya no es la misma.
Creo haber mencionado varias veces el “no esta” y el “cambio” y es así, no solo quedan apenas un par de vecinos originales sino que las casas mutaron por completo. La sucia carbonería de la esquina hoy es una muy cool tienda de discos, la casa de los Jato un "bar de tapas" y las puertas que siempre se encontraban sin llave lucen gruesas rejas protectoras. Ya nadie saca la silla a la vereda ni la mesa completa para celebrar algo con los vecinos, la vecinas no se sonrojaran cuando Arnaldo Andre  les tire besos mientras filme una novela, ya no vendrá un joven Nicolás Repeto como notero de “la noticia rebelde” a meterse en las casas,  no hay más fiestas de disfraces en la noche de año nuevo donde los adolescentes ebrios devolvían en la esquina de la gallega porque querían ser respetuosos con el dueño de casa y no ensuciarles el baño... Nadie pedirá la canilla prestada para llenar bombitas y hacer amigos de por vida…
Don Giusepe y Sofia, los Lema, Gloria, Angel, Doña Manuela, Tota y Picho, Los Farfani y los Muggeri, los Mastrivicenso, los Jato y los Zeta,  son parte de la historia de Palermo, el viejo, el que comenzó a desaparecer en los 90 para convertirse en moda y desfigurar su rostro. 
Me fui del pasaje justo cuando el barrio comenzaba a desvanecerse como una vieja foto en blanco y negro, pero aquel retrato  vive intacto en mi memoria y hoy se los dibujo sentada en mi  sillón de madera y junco que atesoro porque hace años y antes de morir me lo regalo mi vecina del pasaje Doña Pascuala.