Este relato definitivamente no lo escribí yo,
aunque me hubiese encantado. Lejos estoy de escribir como Eduardo Wilde y mucho
más de realizar un retrato tan íntimo de Ignacio Pirovano. Ante la notoria
imposibilidad de contar mejor esta historia, aquí les dejo el original, que desde
que lo leí por primera vez me pareció una historia encantadora, que merecía ser
difundida.
Sin más preámbulos y esperando que provoque
en ustedes sensaciones contradictorias, con ustedes: el relato.
Allá
por el año de 1860, todas las viejas de uno de los barrios más poblados de esta ciudad
dormían de noche, vestidas y con vela, y no salían de día a la calle sin asomar
antes la cabeza con aire preguntón y mirar arriba y abajo, como para asegurarse
de que no había peligro.
A
un viajero curioso que no hubiera estado en el secreto, habríale llamado sin
duda la atención
tamaña cautela, pero los habitantes de Buenos Aires, y particularmente los
moradores de aquel barrio, sabían bien a qué atenerse en cuanto a esto y no
sólo no encontraban de más semejantes precauciones, sino que aplaudían la
rehabilitación que se hizo por aquellos tiempos de un sinnúmero de conjuros
antiguos, a causa de los acontecimientos extrañísimos que tenían lugar.
Así,
no había, pues, casa de mujer medianamente beata en la que no encontrara un San
Antonio patas arriba, un San Roque sin perro, una herradura colgada, el pan
dado vuelta y, lo que es más aún y se tenía en aquella época por un conjuro de
mucho crédito, una escoba con el mango para abajo tras de cada puerta.
Barrer
de noche los cuartos que, como se sabe, es lo más atentatorio a las leyes de la brujería,
era cosa de hacerse sin mirar para atrás; pero a pesar de todos estos
contramaleficios, las calamidades continuaban y el gobierno se vio obligado a
bajar la contribución directa de aquel barrio, la municipalidad dejó de cobrar
el impuesto de alumbrado y sereno y hasta el Papa concedió cien días de
indulgencia, a todos los habitantes de la parroquia en que tales acontecimientos
tenían lugar.
¿Pero
quién traía en ese alborotado desorden a tan pacíficos moradores? ¿Quién había
de ser? Dios me ayude para nombrarlo, pues todavía se encuentran respetables
personas que no lo nombran sin santiguarse la boca. Era nada menos que un
aprendiz de farmacia, el muchacho más travieso del barrio, el travieso más
audaz de la ciudad y el audaz más ingenioso de la provincia.
No
pasaba por la puerta de la botica en que despachaba el mencionado aprendiz, un
solo hombre respetable y conocido, que no siguiera su camino llevándose pegada
a la levita una cola de papel.
No
entraba en la farmacia matrona presuntuosa que no saliera con bigotes de corcho quemado,
pintados en su labio como por arte del diablo.
No
se paraba en la esquina caballero distinguido, al cual un tarro lleno de clavos
que caía como llovido hasta cierta altura, no le abollara el sombrero y, por
último, no había bicho viviente que acertara a poner el pie en las
inmediaciones de aquel foco de sucesos, que no llevara algún recuerdo del
aprendiz de farmacia.
Inútil
es decir que las hazañas de don Ignacio Pirovano, que así se llamaba el
aprendiz de farmacia, habían pasado a ser una leyenda popular y el mismo don
Ignacio, aún más popular que su leyenda.
Las
pandillas de estudiantes de la Universidad, organizadas para comer de balde
pastelitos en la plazoleta del mercado, se hacían un honor en tener como
miembro consultor a don Ignacio Pirovano, y hubo una época en que podía con
razón decirse de él que era el presidente nato del comité de mortificación
pública. ¡Cómo
pasan los años! Coloraba
el oriente el sol resplandeciente, como dice Espronceda; las nubes de zafir, de
nácar y oro huían por los cielos, dejando el horizonte limpio como una patena,
y el sol con su cara impávida introducía raudales de luz por todas las
aberturas de mi estudio, calle de la Florida 230, donde recibo consultas,
gratis para los pobres por decisión mía, y gratis para los que no son pobres
por decisión de ellos.
Y
era una mañana del presente mes de setiembre y la hora temprana en que una
señora de noventa y tantos años me había madrugado para contarme, con aquella
impertinencia clásica con que cuentan las viejas sus achaques, la historia de
un catarro crónico que padecía desde joven y que, para mejor comprensión, quiso
narrar desde el principio, adornándola con mil detalles minuciosos, inoportunos
y biográficos que se ligaban, a su modo de ver, íntimamente con su bronquitis
incurable y con la guerra de la independencia.
Iba
la enferma a media asta de su cuento refiriendo las alteraciones que tuvo su
catarro en tiempos de Rivadavia, cuando Benito, mi sirviente, a quien
aprovechando esta oportunidad presento a ustedes, me entregó un folleto que
acababan de traer.
La
vieja suspendió su narración y alargó los ojos con aquella sublime curiosidad
que conservan
todas las mujeres, desde la edad de tres meses hasta la de ciento cincuenta
años.
La
ansiedad de mi enferma me incitó y por un rasgo de bondad casi paternal, leí en
alta voz
la carátula y dedicatoria del folleto, que decía así: "Facultad de
medicina. La herniotomía.
Tesis
para el doctorado. Mi muy querido Eduardo: vivimos juntos; en la fonda de la
Sonámbula nos fiaban juntos; juntos tuvimos que repetir la inolvidable horchata
de Canesa. Quiera el cielo que en la nueva época de mi vida, tengamos ocasión
de juntarnos muchas veces.
Tu
siempre amigo. -"Ignacio Pirómano", Ni
un cañonazo a boca de jarro, ni un redoble de trueno en oreja desprevenida, ni
una receta
del doctor Granados, habría producido tan alarmante efecto, Apenas mis labios pronunciaron
las dos, palabras "Ignacio Pirómano", mi pobre enferma volvió los
ojos al cielo y se halló presa de las más horribles convulsiones.
Entonces
yo, con aquel talento generalizador que me caracteriza, saqué mi cartera y apunté
esta prudente y científica observación, semejante a muchas de las que hacen
algunos de mis colegas y no pocos autores: "Contraindicado, para las
bronquitis crónicas, el nombre de don Ignacio Pirovano". Y contento de mí
mismo, espero la oportunidad de comunicar este descubrimiento a la academia de
ciencias médicas.
A
las dos horas de este suceso vinieron a pedirme el certificado de defunción
para enterrar a la señora, muerta de emoción en la flor de su edad y sin
motivo, pues don Ignacio Pirómano es hoy uno de nuestros distinguidos médicos,
habiendo abandonado por completo la profesión de atar tarros de lata a las
colas de los perros, de enseñar insolencias a los loros y de echar fósforos en
los atrios de las iglesias.
El
mismo Pirovano que hace diez años ponía pica -pica debajo de la cola de las
gatas, ha escrito hoy una de las tesis más notables que se haya presentado ante
la Facultad y ha recibido un honroso título, después de haber cursado con un
éxito envidiable todas las aulas de la escuela.
Que
elogien otros sus méritos como estudiante; yo no quiero hacer cosas inútiles y
no he de decir que Pirovano ha sido constantemente sobresaliente en sus
estudios, porque todos lo saben. El no necesitaba elogios; el mérito se abre
aso en todas partes y, entre nosotros si los elogios ayudan a vivir, el
verdadero valor no es del todo desconocido.
Pero
la vida del hombre tiene a lo menos dos faces. En la una, cada hombre es el
cómico que tiene un carácter y representa un papel serio ante el mundo; en la
otra, el hombre es consecuente con sus tendencias y se queda con rasgos de niño
o intenciones de muchacho durante toda su vida.
Yo
no paso jamás delante de un naranjero sin que una tentación irresistible me
obligue a meter la mano en la canasta; otros son perseguidos por el deseo de
poner zancadillas a los que pasan. Pirovano, tan estudioso y serio como es, tan
aprovechado, tan observador, no abandonará jamás esas tendencias estudiantiles
que harán célebre su nombre en la historia de las jaranas escolares.
Yo
sé muy bien que podía hacer sobre Pirovano un pomposo articulo en que contara
sus triunfos como estudiante y sus méritos como profesor de esta descalabrada
ciencia, que consiste en la aptitud de dejar creer a los otros que remediamos
algún mal en la vida. Pero semejante panegírico no sirve para nada.
Entre
nosotros, la Facultad de Medicina se hace la triste ilusión de que los títulos
que concede
y los honores que dispensa al talento y al estudio tienen algún valor. Error
deplorable.
Más
que todos los títulos científicos y los honores facultativos, valen las
hablillas mujeriles y la propagación de la fama por la lengua de los conocidos.
La
Facultad nos hace médicos y nada más; pero las relaciones, las amigas de la
casa, las sociedades
de beneficencia y las señoras bien vistas, nos hacen especialistas en
criaturas, muy hábiles para pulmonía, muy entendidos en roturas de piernas y
famosos para abrir orejas a las niñitas de las casas decentes.
Lo
mejor que tiene todo esto es que es sin motivo y que en ello más que en ningún
otro caso se verifica el refrán que dice: "por haber matado un perro, me
llaman el mataperros". Para
ganar el título de especialista en niños, no hay más que curar la tos que tuvo
la chica de una señora a la moda y, para ganar la fama de cirujano, basta
cortarle los callos a un hombre rico y conocido. Mientras usted no haga esto,
bien puede verificar maravillas en las criaturas de los corralones y practicar
las operaciones más difíciles in anima vili: jamás pasará usted de ser un médico
como tantos.
Pero
hay también otro medio de llegar a ser notable en una ciencia; ponerse serio,
vestir rígidamente, no hablar nunca, no reírse jamás y conservar constantemente
el aire de la mayor solemnidad.
Y
luego, ¿para qué sirve todo ello?, ¿para adquirir comodidades, bienes de
fortuna, lujo, y consideración social?
Ante
todo, sería necesario probar que en ello hay un átomo siquiera de felicidad.
Cuando
yo era estudiante y tenía que poner tinta en mis medias a la altura de los
agujeros de mis botines; cuando tenía que pegar con hilo negro los botones de
mi camisa y pagaba el lavado a mi lavandera con el tiernísimo amor que
profesaba a su hija, los días se pasaban alegres y sin cuidado.
Ahora,
si alguna vez me encuentro descontento, es por el profundo fastidio que me
causa el no necesitar de nada.
¡Qué
vida tan vulgar tener todo! El
otro día entré al cuarto que ocupaba en el hospital mi inolvidable amigo
Pietranera; había
olor a humedad; sobre una cama descompuesta se encontraban varios libros
abiertos; una vela de sebo estaba pegada al borde de la mesa y en una mitad de
cráneo se veía un pedazo de lacre, una pinza y unos botones de puño; el papel
de las paredes se estaba yendo.
Un
placer melancólico me invadió, semejante al que se tiene en presencia de todos
los recuerdos,
y fue con profunda tristeza que dije en mi interior: ¡pobre de mí! el papel de
mi dormitorio está bien pegado y no tengo ni un miserable cráneo en que poner
los botones de mis puños. Hay días en que los espejos y las alfombras nos
fastidian y desearíamos vivir en un cuarto, con cuevas de ratones, olor a
humedad y piso con agujeros Esto a lo menos suscita algunas reflexiones.
Con
que si el amigo Pirovano ha de tener coches, caballos, casa y clientela, es
bueno que sepa que esto no se tiene sino a costa de la felicidad y con el favor
de la lengua de unas cuantas señoras distinguidas y, solo por excepción, a
pesar de todo esto.
Sólo
por excepción perdona esta sociedad a un médico, por más talento que tenga, que
durante su juventud haya puesto colas de papel a los traseúntes y enseñado
insolencias a los loros.
Pirovano
es actualmente profesor de anatomía en la Facultad de medicina y ha sido farmaceútico
del hospital; será, por consiguiente, un hábil operador y es y ha sido
sobresaliente en química.
Esta
cualidad le permitía preparar una azúcar inflamable con la cual, a la larga,
tuvieron que familiarizarse todas las niñas que asistían a los bailes del club
del Esqueleto.
Creo
que este club es el único de su especie que ha existido en el mundo.
El
club del Esqueleto fue una asociación en la cual figuraba Pirovano, en su doble
calidad de miembro activo y de repostero, empleo que le fue confiado en virtud
de su habilidad para fabricar vinos y licores con las tinturas y los jarabes
medicinales de la botica del hospital.
Creo
que fue Sydney Tamayo el fundador del club del Esqueleto. Tamayo es actualmente
médico y se halla en Salta prodigando a sus paisanos los dones de su talento
maravilloso.
Cuando
era estudiante, tocaba la flauta con exquisito gusto y el ciego Gil, otro
estudiante distinguido, lo acompañaba en el plano. El tener Tamayo una flauta y
haber alquilado Gil un piano, fueron los trágicos sucesos que dieron origen a
la formación del club del Esqueleto.
El
propósito de esta asociación era dar bailes sin un medio y divertirse de balde,
pasando gratis las horas que se hayan pasado mejor sin pagar nada en este
mundo.
Tamayo,
Gil y cuatro estudiantes más vivían en una sala de la calle de San Juan. Los
días en que debía haber baile, sacaban al patio las camas, se alfombraba la pieza
con las frazadas de los enfermos de la sala de crónicos del hospital de
hombres, se pedía sillas en la vecindad. Tamayo robaba chocolate en la despensa
del mismo hospital; se compraba masitas por subscripción; Pirovano hacía los
cocimientos necesarios en la botica, con los que preparaba los vinos y los
licores; llevaba un tarro de pastillas de quermes, con que debía obsequiarse a
las señoras y, hechos todos estos preparativos, se invitaba a las niñas del
barrio, que eran, cuando menos, novias legítimas de cada uno de los
estudiantes. El doctor Larrosa, asistente infalible a esas tertulias, me ha
confesado a mí que pocas veces ha estado en reuniones más amenas, a pesar del
disgusto que le causaba ver trancadas las mesas y compuestas las sillas con los
omóplatos y tibias de los difuntos que suministraba la sala tercera.
Aquellos
bailes famosos en que jamás se cometió desorden alguno, para honor de los estudiantes,
y en que se armó no pocos matrimonios, a imitación de lo que sucede en el Club
del Progreso, terminaban siempre cuando Gil y Corvalán declaraban que tenían
sueño y comenzaban a acercar sus catres, húmedos de rocío, a la sala de baile.
Entonces Pirovano servía la última copa de tintura de ruibarbo, que saboreaban
con indecible placer las damas y caballeros de aquella fiesta.
¡Qué
dulces son estos recuerdos! El
tiempo que todo lo va diseminando, mandará quizá a cada uno de nosotros a
millares de leguas de distancia y los que fueron un día compañeros alegres no
tendrán, como símbolo de su pasada felicidad, más que un recuerdo por esa
invencible tendencia que tiene el hombre a aferrarse a. cada uno de los
momentos de su vida, aunque vaya siempre buscando un porvenir mejor.
¡Pero
el recuerdo es una nueva vida para cada cerebro! ¿Qué
diferencia hay entre la realidad de un suceso y la viva impresión por una representación
ideal? ¡Soñar con claridad es, en el momento que se sueña, tan cierto para el
cerebro, para el alma, como tener la realidad presente! Al fin y al cabo todas
son ideas y no hay nada real para la conciencia, sino lo que es capaz de
suscitar una idea.
El
tiempo que está por hacer de Pirovano un personaje serio, no le hará olvidar
que siendo estudiante abría una caja de ostras, se bebía el caldo de un sorbo,
tragaba los mariscos en dos veces y se preparaba de este modo para comenzar su
cena.
Cuando
su inteligencia y su buena fortuna le abran los primeros puestos de la
República y se celebre su advenimiento con espléndidos banquetes, no se olvidará
de que hemos comido al fiado en la fonda de la Sonámbula y de que, cuando no
llegaba nuestra felicidad a tanto, él robaba huevos, los freía en aceite de
hígado de bacalao, los espolvoreaba con pimienta cubeba y nos los comíamos
salándolos con ioduro de potasio. Tampoco se olvidará que los tales huevos, preparados
de este modo, eran riquísimos.
Los
postres más exquisitos no le parecerán mejores que el jarabe de genciana con
que terminaba sus cenas en el hospital, ni los más generosos vinos le harán el delicioso
efecto que le hizo el día de su santo la copa de tintura de jalapa compuesta
que tomó, a falta de vino priorato, antes de encender un cilindro de esponja
preparada, que se fumó enseguida, en sustitución de un habano y por si alguna
vez tenía que curarse de coto. Episodios son éstos característicos en la vida
de un hombre y que no pueden olvidarse jamás.
Pirovano
tiene todas las cualidades físicas para el trabajo y todas las aptitudes intelectuales
para ser un médico notable. Es bondadoso de carácter, reservado, meditador y pacienzudo;
parece muy dúctil, aunque siempre concluye por hacer lo que le da la gana;
tiene una gran facilidad para hacerse querer de sus maestros; sabe evitar que lo
envidien sus condiscípulos y el hecho de conservar como reliquias de su
carácter, ciertos rasgos de muchacho y ciertas diabluras de estudiante, que
contrastan singularmente con su aspecto serio, le da una fisonomía particular y
simpática.
En
Buenos Aires hay una mala costumbre. Apenas aparece en la arena pública un
joven que
se ha distinguido por sus estudios, todos comienzan a elogiarlo de un modo tan
exagerado que el objeto del elogio mucho hará si resiste al mareo que puede
producirle tanto halago a su vanidad. Es necesario tener demasiado buen juicio
para no perderse oyendo elogios. Por ejemplo, yo no sé cómo Goyena, del Valle y
otros jóvenes de brillante inteligencia, no se han vuelto unos pedantes
insoportables al oírse llamar portentos a cada momento y a propósito de todo.
La
primera vez que, vea a Pirovano, he de decirle con tono solemne y levantando el
dedo índice a la altura de la oreja: "No te dejes marear por los elogios
ni invadir por la vanidad; ya que tienes una buena inteligencia, piensa que
nadie te puede juzgar mejor que tú mismo; trabaja y estudia y si deseas
reunirte conmigo de tiempo en tiempo, para recordar con placer los episodios de
nuestra vida de estudiantes, te juro que no ha de faltar por mí toda vez que
crea en conciencia necesitar de tus conocimientos médicos o toda vez que a mis
enfermos se les antoje costearse el lujo de una consulta, en que, con
generalidad, se habla de todo menos de ellos".
Esto
he de decirle a Pirovano cuando lo vea.
Hoy leí esa historia en el libro de relatos de Wilde, me puse a buscar y aparecio en tu blog. Buenisimo Saludos
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