4 mar 2012

Pasaje en el tiempo


Cuando alguien se muda a un nuevo barrio cree saber todo sobre el y poco se preocupa por averiguar su pasado, esta desinformación generalizada conlleva a perder o esconder lo más lindo que tienen los barrios, su espíritu, ese que radica en su historia.
Este es el caso de Palermo, el viejo, el único y original Palermo, el que acunó a mis padres y los de mis amigos, a mis hermanos y sus compañeros, a mí y a mis recuerdos. Cuando paseo por sus calles no puedo evitar que me inunde una profunda tristeza por pensar en los turistas y porteños ajenos al barrio que recorren sus calles, desde hace años de moda, sin ni siquiera saber ni querer conocer los cuentos que esconden sus empedrados, como si hubiese surgido el barrio en el mismo momento que lo encontraron en el mapa.
Nací en el pasaje Coronel Cabrer 4934,  el mismo pasaje que todos conocen aunque pocos recuerdan su nombre, el que se encuentra entre Cabrera y Gorriti y entre Gurruchaga y Serrano el primero de cuatro o quizás el ultimo.
Solo los que alguna vez vivieron en un pasaje saben de la magia de estos, son pequeñas comunidades donde los vecinos son más que vecinos porque el espacio entre vereda y vereda es menor, es el club de los chicos del barrio porque los autos casi nunca pasan, es la cuadra donde todos se conocen y saben todo, por donde los de las otras cuadras no pasan salvo que sea necesario o estén invitados….
Yo vivía en una casa con zaguán y un patio largo de 30 metros, las puertas de calle solo se cerraba a la hora de dormir y compartíamos la casa con mis abuelas, los tíos que venia de visita y algún ocasional inquilino de la piecita del fondo.  Muchas historias rondaban en torno de la casa porque era vieja y albergo a cantidad de habitantes en el pasado, se decían que tenía un fantasma, la verdad es que si estaba nunca me entere de su presencia. La casa te recibía con un enorme duraznero que se callo tras una tormenta la noche en que la abuela Luisa murió. Una Parra en el patio abastecía a los vecinos de las cuadra de uvas chinche y a los Armenios de la calle Acevedo de hojas de parra, en la medianera del fondo los nísperos del vecino se podían agarrar desde mi patio. Siempre había ruido de chicos jugando, no importa de donde salían, como dije antes las puertas siempre estaban abiertas.
En el pasaje hay unas 15 casas, muchas de ellas - la gran mayoría- perdió su fisonomía original, de hecho en lugar de mi casa natal se encuentra un PH con primer piso muy moderno pero que nada tiene de encantador.
En la esquina de Gurruchaga dos vecinos inolvidables, en una vereda la imprenta del Tuerto, así la conocíamos, en ese lugar editaban los periódicos de la comunidad Armenia, era habitual ver entrar o salir a alguno de los Titanes en el Ring que pertenecían a esa comunidad. En la vereda de enfrente la casa de los Jato, una familia de Españoles escandalosos y pintorescos, Don Jato era lechero y todas las tardes teñía de blanco el agua de los cordones  cuando manguereaba el camión y los cajones usados en el reparto, mientras tanto su mujer Berta “la gallega” ponía en orden su casa a grito puro, el mas característico era “José Luiiiii” usado para llamar la atención de su hijo menor y revoltoso, era entonces cuando todo el pasaje sabia que algo había hecho.
Al lado de estos se encontraba la casa de Honoria y Don Valetín, este  era sastre y tenia su taller en la terraza, también allí vivían sus hijos,  sus nietos y sus canarios cantores.
Pegadito – y esto daría para un capitulo aparte – el “portón” del Sr. Conte, y justamente eso es lo que era, un enorme portón de color verde que daba a los jardines de la casa del Escribano  que tenia su entrada principal por la calle Gorriti. El Sr. en cuestión tenia como hobby pasar tiempo en el campo y amaba tanto la naturaleza que para no añorar la vida al aire libre, se traía distintas especies de flora y fauna que criaba en la parte trasera de su caserón, pocas veces vimos el portón abierto y aunque ya sabíamos todos que escondía, cada vez que se lo escuchaba correrlo salíamos de todos lados para ver el espectáculo de aquella maravillosa selva en miniatura. Claro está que si en tu patio trasero tenes teros, sapos, ranas, serpientes, conejos, caranchos, tortugas, mulitas, monos y demás cuestiones, alguno se te va a escapar y refugiar en la casa de algún vecino que a pesar de imaginarse la procedencia del animal se paralizaba ante un ataque de pánico.A pesar de su excentricidad, todos en el barrio lo querían y respetaban, increíblemente la mayor preocupación del Sr. Conte, era cuando se le escapaban los perros…
También en esa vereda se encontraba “la casa de Tucumán” nombre impuesto por los chicos ya que la arquitectura y la edad de la construcción eran similares a la original convirtiendo a esta en su homónima. Si bien sus propietarios eran Doña María y su marido el florista, funcionaba como un conventillo de antaño donde cada habitación era una familia. En los años 90 fue vendida a un arquitecto de apellido Miguens que la reformo por completo y de la vieja construcción no quedo ni el nombre.
Aquella casa lindaba con la de Doña Manuela y su esposo, los dos que eran de distintas etnias – ella de tez blanca y el oscura – tenían hijas mestizas  y eran una de las pocas familias sino la única de Palermo con estas características.
Frente a ellos Vivian Doña Tota y su hijo Picho, su casa perfumaba  el pasaje con olor  a jazmín del país que colgaba por la medianera emborrachando a los transeúntes. Picho tenia síndrome de down, pero eso no le impedía tener una vida normal, todas las mañanas iba a su trabajo en una fábrica de cepillos y escobillones y por la tarde se sentaba en la vereda a tomar mate y charlar con los vecinos. En la puerta de su casa había una alta columna de alumbrado de metal, muy mal ubicada por cierto pero que con gusto los chicos martillaban cuando daban las 12 del 31 provocando un sonido que emulaba a las campanas. Esa columna ya no esta, pero el jazmín sigue intacto colgando en la fachada que ya no es la misma.
Creo haber mencionado varias veces el “no esta” y el “cambio” y es así, no solo quedan apenas un par de vecinos originales sino que las casas mutaron por completo. La sucia carbonería de la esquina hoy es una muy cool tienda de discos, la casa de los Jato un "bar de tapas" y las puertas que siempre se encontraban sin llave lucen gruesas rejas protectoras. Ya nadie saca la silla a la vereda ni la mesa completa para celebrar algo con los vecinos, la vecinas no se sonrojaran cuando Arnaldo Andre  les tire besos mientras filme una novela, ya no vendrá un joven Nicolás Repeto como notero de “la noticia rebelde” a meterse en las casas,  no hay más fiestas de disfraces en la noche de año nuevo donde los adolescentes ebrios devolvían en la esquina de la gallega porque querían ser respetuosos con el dueño de casa y no ensuciarles el baño... Nadie pedirá la canilla prestada para llenar bombitas y hacer amigos de por vida…
Don Giusepe y Sofia, los Lema, Gloria, Angel, Doña Manuela, Tota y Picho, Los Farfani y los Muggeri, los Mastrivicenso, los Jato y los Zeta,  son parte de la historia de Palermo, el viejo, el que comenzó a desaparecer en los 90 para convertirse en moda y desfigurar su rostro. 
Me fui del pasaje justo cuando el barrio comenzaba a desvanecerse como una vieja foto en blanco y negro, pero aquel retrato  vive intacto en mi memoria y hoy se los dibujo sentada en mi  sillón de madera y junco que atesoro porque hace años y antes de morir me lo regalo mi vecina del pasaje Doña Pascuala.  

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